Perhaps I am a romantic, or even, to go even further and take it a step further, as they used to say, passionate about timeless landscapes: those very landscapes that, in their apparent desolation, seem to conceal infinite mysteries, hidden among hills that, seen through the astonished eyes of a modern-day Prometheus, resemble formidable, well-defined humps on the back of a land where the wind, whether or not it originates from the peaks of Moncayo, blows strongly from all sides.
Of course, when I speak of humps, I'm not referring to France and, by default, to the most famous hunchback in the world, that mythical precursor to Beauty and the Beast, who, in my opinion, was Victor Hugo's endearing Quasimodo, who dreamed of beauty hidden among the pinnacles of Notre Dame Cathedral and died for a noble cause, such as love. Rather, my memories wander, glimpsing places closer to home, flying toward those desolate, Numantian, and Machado-esque solitudes, which were once part of the inexorable Duero frontier and which today barely stand as silent witnesses to an old and possibly forgotten manor: that of Berlarga.
Tortured paths, in some ways and by comparison, like lunar landscapes, spurred on since time immemorial by the unwavering footsteps of shepherds with their sheep, lead, in a true adventure, to villages where, resilient and with stubborn slowness, the intrepid traveler, a lover of ancestral architecture—for example, that which, for centuries, was the most charismatic symbol of Christendom, Romanesque architecture—can still find ancient temples perched atop a hill, like the 12th-century church of San Martín, watching over villages like Aguilera from the carved arches of its small porticoed gallery, villages that still retain much of their essence, slumbering in the transcendent sleep of History.
Puede que sea un romántico o incluso, yendo todavía más allá y rizando el rizo, como se solía decir antiguamente, un apasionado de los paisajes eternos: esos mismos, que, en su aparente desolación parecen esconder misterios infinitos, ocultos entre unas colinas, que, vistas con los ojos sorprendidos de un moderno Prometeo, semejan formidables jorobas bien definidas sobre las espaldas de una tierra donde el viento, procedente o no de las cumbres del Moncayo, sopla con fuerza por los cuatro costados.
Desde luego, al hablar de jorobas, no hago referencia a Francia y por defecto, al más famoso de los jorobados del mundo, aquel mítico precedente de la Bella y la Bestia, que, en mi opinión, fue el entrañable Quasimodo de Víctor Hugo, que soñaba con la belleza oculto entre los pináculos de la catedral de Notre Dame y murió por una causa noble, como es el amor, sino que mis recuerdos vagan atisbando lugares de más acá, volando hacia esas desoladas soledades numantinas y machadianas por inspiración, que un día fueron parte de la inexorable frontera del Duero y que hoy, apenas constituyen los testigos mudos de un viejo y posiblemente también, olvidado señorío: el de Berlarga.
Caminos torturados, en algunos aspectos y por comparación, lunares, azuzados desde antaño por el paso inalterable del pastor con sus ovejas, que conducen, en una auténtica aventura, a pueblos donde todavía, resilientes y con obstinada parsimonia, el viajero intrépido, amante de las arquitecturas ancestrales, por ejemplo, de aquella, que, durante siglos, fue el más carismático símbolo de la Cristiandad, la arquitectura románica, puede encontrar templos ancestrales, colgados de la alto de una colina, como el de San Martín, del siglo XII, vigilando, desde las labradas arcadas de su pequeña galería porticada, pueblos, como Aguilera, que todavía conservan buena parte de su esencia, durmiendo el trascendente sueño de la Historia.
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